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lunes, 18 de enero de 2010

Albert Camus et moi (Je suis Nino) 2/3

Corría el año 1985 –pongamos que finales de octubre–, cuando en los pasillos de la universidad vi una convocatoria para formar un grupo de teatro. No tenía ninguna vocación escénica, ni el género me gustaba como lector o espectador. Pero –llevado por el desmedido aburrimiento que mi segundo año universitario ya provocaba en mí– decidí asistir a la convocatoria, donde quizás encontraría té y compañía.

Sería injusto culpar a otros de mi falta de entusiasmo estudiantil; pues la razón por la que había optado por cursar esa titulación era del todo espuria.











Pese a que el director que fue del Colegio Público Jovellanos, Don Rufino, desaconsejó que siguiera estudiando, asistí al Instituto Jovellanos –como veis, mi falta de originalidad es compartida por los prohombres de mi ciudad a la hora de bautizar centros– donde en la primera evaluación cateé 8 asignaturas, y la tutora citó a mis padres para aconsejarles que me mandaran a un centro de educación especial.

Mi padre necesitó de toda su fuerza para que mi madre no desdentara a aquella simple. A partir de ahí, me esperó un vía crucis de asignaturas pendientes, expulsiones temporales del centro y la repetición de 3º de B.U.P. Hasta que, al ver que mis padres persistían en lo de que tuviera una educación, decidí estudiar otra manera de salir de allí.

Sorprendentemente, avanzaba septiembre de 1984 y me encontraba con una nota media que me permitía matricularme en cualquier carrera –sic transit gloria mundi–. Pese a lo avanzado de la fecha, este indecente seguía soltero y entero en lo docente. .

Yo quería estudiar periodismo en Madrid, pero mis padres temían que acabaría apareciendo en una peli del incipiente Almodóvar; así que no pude bailar esa canción en los bailes de Marte.

Mi madre soñaba con que preparara Derecho. Mi padre, Económicas –pese a que había cursado Letras Puras–. Y yo pedía información a la embajada de Canadá, para irme a vivir allí y no hacer la mili.

Una mañana, caminando cum mia mâter por la ahora desmoronada calle Los Moros, nos encontramos con una amiga suya. Elena le comentó su preocupación ante mi resistencia a seguir estudiando, y la señora le dijo que su hija estaba haciendo algo llamado Filología –yo ni siquiera sabía que eso existía–; y que además, como la mayoría del alumnado eran chicas, el ambiente era muy agradable.

¿Chicas? ¡Filología, allá voy! ¡Mami, quiero ser filólogo!








Mi primer año de carrera fue tan satisfactorio que, al finalizarlo, mis padres me ofrecieron ir a estudiar Periodismo a Madrid. De aquella, ya ni me planteaba ser reportero: ¡Quería ser maharajá en aquél janah de huríes en que se habían convertido los aledaños a la Plaza de Feijoo! Así que mi respuesta fue algo así como: “¿Ir a Madrid? ¿Allí donde los pájaros visitan al psiquiatra y las estrellas se olvidan de salir? ¡Si voy, enloquezco!

Además, yo no quería estudiar. Pero no me atrevía a dar ese disgusto a mis padres, ni brindarle una excusa a mi madre para desenterrar su zapatilla de guerra. Y, dado que al estar matriculado se me concedía la prórroga militar, decidí sacrificarme y seguir filologeando.

Pero bueno, no estoy aquí para hablar de mi vida; si no de mi relación con Albert.




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